Creo que ya no sé escribir.
Las teclas de la computadora devoran las yemas de mis dedos y luego las vomitan y se cagan de risa. Jo-jo. Pendeja.
¿Escribir a mano? Ni soñando. La maldita pluma escupe todo menos una frase decente. Garabatos horribles, nunca he sabido dibujar y no me importa mucho que digamos, pero creo que alguna vez supe escribir. Ya no. La tinta negra me recuerda, en primer lugar, que tengo una letra horrible. En segundo, que reitero. Que escribo siempre del mismo recuerdo, con el mismo estilo cursi y tibio, que no alcanza a ser alegre y ligero pero es demasiado novato para declararse profundo o denso.
Colecciono cuadernos y artículos de papelería que no hacen más que susurrar, cuando paso a su lado, que soy una inútil. Que el papel sigue en blanco y los cartuchos de las plumas se desbordan de novedad. Escucho sus balbuceos y sus risitas ahogadas. Volteo a mirarlos, fúrica. Los cuardenos guardan silencio, no son tan tontos. Pero ya es tarde. Los arrebato de sus inmóviles repisas, los abro de golpe, me apodero de cualquier artefacto con el que pueda rayarlos y arremeto contra ellos. Saturo dos o tres de sus páginas y luego las miro, asqueada. ¿Qué es eso? Creo que ni letras hay. No hay coherencia. Si las examina un neurólogo, a que me diagnostica afasia. Me arde el orgullo y arranco hoja por hoja. ¿Querían jugar los cabrones cuadernos? A ver si tanta gracia les causa estar mutilados. Los miro fijamente y me los como de un bocado. ¿Y la pluma, o él lápiz? Bah, siempre puedo utilizarlos para garabatear apuntes horribles de medicina, que al final ni voy a leer. A ver si siguen quejándose de que los ignoro. Ahí les va su estrenón.
La computadora es siempre una aliada. No importa si no sabes escribir. En los medios electrónicos de comunicación da igual si escribes en islandés, cirílico, español o si ladras. Con que pongas caritas felices o tristes la gente parece entenderte. Y si quieres escribir para tí, porque crees que eso sabías hacer, puedes hacerlo. No te va a gustar de todos modos, pero basta con darle un clic al mouse, arrastrarlo de un lado a otro de la página y recurrir a tu goma electrónica, el supremo botón SUPRIMIR. Si algo de supremo hubiera habido en el documento ahora en blanco, no habríamos tenido que suprimirlo. Pero tuvimos que, era necesario. Sin tanto dramatismo, regresamos al vacío, a la historia por escribirse que esperará eternamente mientras el cursor parpadea en la pantalla.
No pasa nada, gente, de veras. Es sólo que no sé escribir. Presionar teclas es fácil, también mover la punta de la pluma que apoyaste en el papel. Pero escribe, escribe, ¿a ver? Con tu vocabulario escaso que desde que estudias medicina se te escapa poco a poco de la cabeza a través de cada poro de tu frente, deslizándose entre ríos de sudor, no creo que sea posible. Con tu poca capacidad de frustración y esa maldita goma electrónica mirándote cínica desde el teclado, seduciéndote para que la acaricies, más bien creo que es un objetivo inalcanzable.
Ni modo. Puedo encontrar alguna otra manera de expresarme. Igual y hago ollitas de barro, o pulseras con hilos psicodélicos y se las vendo a los hipsters de mi colonia mientras fumo un poco de marihuana. También puedo cantar, o bailar reggaeton en el metro. Eso sí que se me da, y quién quita hasta gano unos centavos. Ahorro y me compro unos Melox para ayudarme a digerir todos los cuadernos que me comí en mi desesperación. Puedo maquillarme de formas exóticas y vestirme con trapos teñidos por mí, en mi azotea. O aprender a tocar la gaita y destruirle los tímpanos a los comensales de los cafés cercanos a mi casa. Como sea. Todo sea por no escribir.
Qué le voy a hacer. Al parecer, soy analfabeta.