jueves, octubre 21, 2010

Corcholata

El gargajo denso pasando a su boca desde su garganta reflejaba la oscuridad, guardada por tantos años en el abdomen. Giró la cabeza y escupió en la banqueta. Nada; la saliva era blanca y espesa. Brillaba. La oscuridad seguía enterrada muy dentro de él. Caminó un par de cuadras más, los puños cerrados, las manos ateridas.
¿Dónde estoy? Hay algo que se burla de mí, en algún sitio. Pensaba. Como siempre, pensaba. Y pensar no le servía de un carajo.
Abrió la mano derecha tras percatarse de que algo escurría. Claro, la corcholata.
Antes de cerrarse, su mano albergó una corcholata. Ahora se había encajado, dejando las marcas de sus dientes en la piel. Lo subjetivo era ahora objetivo. El sabía que esas marcas las llevaba ya, ardiéndole en algún lado. Ahora estaban en su piel. La corcholata.
¿Qué carajos? Sólo un fragmento de metal, el sello esfacelado por el tiempo. Una pieza ridícula, nada más. Guardada por tantos años, ¿para qué? Difícil comprender que la mano sangrara ahora por aquel pedazo de basura engrandecido por el recuerdo.
Alguna vez escuchó el chiste del hombre que llevaba los bolsillos cargados de piedras. Él los tenía llenos de promesas, concentradas en esa maldita tapa circular, tan igual a cualquier otra, tan inservible como todas, que seguramente era sólo un obstáculo que lo separaba de algún elíxir bebible. Qué absurdo. La apretó de nuevo, ahora con la mano contraria. Contrajo el puño como si quisiera convertirlo en piedra. Cuando empezó a descender por la muñeca el hilacho rojo y líquido de su sangre, se detuvo. Aflojó la mano, miró la corcholata y la arrojó lejos. La vio rodar hasta perderse en la repugnante inmensidad de alguna coladera. A la mierda. Se lamió la sangre de ambas manos y volvió a escupir, tras carraspear larga y roncamente. Miró el gargajo expulsado, refulgiendo desde la acera.
Brillaba. La oscuridad debía seguir dentro de él.

martes, octubre 05, 2010

Cómo parte tu partida...


Ayer soñé con Gaby, me desperté triste y corrí a buscar una foto suya en mi computadora:




Mirando la pantalla, me eché a llorar frente a sus enormes ojos negros, fijos ahora para siempre en la memoria y las fotografías.


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Este texto no tiene propósito. No tiene un fin literario. No tiene estilo, y tal vez su belleza radique sólo en lo que significa para mí. Pero de todos modos lo comparto:

-Para Claus.

Son ya diez meses de la muerte de mi amiga. Han sido meses de silencio. Aún me pregunto por qué no pude escribir, por qué no pude hablar. Durante semanas me quedé encerrada, llorando cada vez que leía en algún libro retratos de enfermedad, o veía casos terminales en mis series médicas, como una quinceañera ñoña viéndose reflejada en alguna telenovela absurda. Llorando en las fiestas cuando de pronto pensaba que mientras yo le daba un trago a mi cuba, Gaby faltaba en algún lado donde debía estar. Faltaba en su cama, en su cuarto, en su casa, en su familia, en la vida de muchas personas. Preguntándome si de verdad quería ser médico, si quería seguir enfrentándome a la muerte de muchas otras Gabrielas que no tendrían cabida en mi vida.
Desde que supe que tenía leucemia, entendí que Gaby no iba a estar viva mucho más tiempo. Tras unos años en la medicina algo te dice que una enfermedad tan dura diagnosticada a los 21 años probablemente no te permita llegar a los 40. Pero nunca pensé que fuera a estarlo tan poco. Antes del transplante ella me había dicho que tenía miedo, pero esperanza. Que le habían dicho que al transplantarla podía curarse del todo, que eran mayores las probabilidades de éxito que los riesgos. En medicina nos manejamos por estadísticas, nos basamos en evidencias, en porcentajes de casos resueltos contra porcentaje de muertes, etcétera. Cuando una de tus mejores amigas tiene leucemia, valen un carajo. Las probabilidades a Gaby no le sirvieron de nada. Le sirvió, en cambio, su carácter. Gabriela tenía planes. No pensaba regresar a la Facultad de Medicina en Iztacala a la que le costó dos años entrar, ella había visto suficiente de hospitales como para dedicar su vida a ellos. Quería conseguirse un trabajo tranquilo y ahorrar para viajar lo más posible. Hacer algo valioso con el tiempo que tuviera por delante. Vivir sin arrepentirse. Bromeaba: “después de esto, me cae que me hago huila”. Gaby siempre bromeaba. Siempre sonreía y se burlaba del mundo a su modo malhablado, te daba consejos irónicos y te echaba en cara tus pendejadas, pero estaba siempre allí para ayudarte a través de ellas. Era una persona echada para adelante. Tengo sus fotos en mi pared para recordar a diario su cara, aunque me acuerdo más que nada de sus dulcísimas palabras “Órale, perrita, consíguete un huey que sí te quiera. Eres re-zorra”. De su risa explosiva y sus tonterías. Del modo en que te apoyaba sin ese toque lastimero con que te acompaña mucha gente. Así traté de apoyarla yo cuando estuvo enferma. Le hablaba para contarle chismes, le platicaba de las fiestas y el estrés de la escuela, nos reíamos al pensar en viejos tiempos, ironizábamos con aquellos que no sabían como acercarse y le hacían comentarios raros o actuaban de modos extravagantes. La escuché cuanto pude, teniendo en cuenta cómo era nuestra amistad antes de saber que estaba enferma; nos veíamos de vez en cuando y pasábamos temporadas de no saber nada de la otra. De pronto nos encontrábamos y tomábamos café y platicábamos como si nada, y entendíamos que seguíamos siendo tan amigas como siempre. Así, con la naturalidad de siempre, la acompañé en su lucha.
Eventualmente, su lucha se truncó.
Lo supe por teléfono. Tuve que regresar de un viaje en Acapulco para venir a afrontar la despedida. Regresé envuelta en una nube de irrealidad, que me duró hasta que entré a la funeraria y leí, escrito en el pizarrón, Srita. Gabriela Flores Melo.
Así, su nombre sin más, su nombre como antes estuvo escrito en la lista de la prepa, en las prácticas que hacíamos juntas en Área 2, en los trabajos que entregamos, en el anuario, como estuvo después en expedientes, innumerables estudios de laboratorio y gabinete y pizarrones de hospital. GABRIELA FLORES MELO. Me estallaron los ojos y perdí la cabeza.
Cuando entré a la sala que correspondía no estaba ya su mejor amiga de la prepa, a quien tenía muchas ganas de ver. Había ido a descansar. Ví sólo dos caras conocidas, y tras saludar a su mamá me senté a esperar las cenizas. Pasaron 3 horas en las que no dije ni una palabra y no puedo recordar ni una sola cosa que haya cruzado mi mente. Finalmente entraron los de la funeraria. Tenían una urna rosa en las manos. No a Gaby. Una urna rosa. No era Gaby. Era una urna. Gaby ya no era Gaby. Sentí una punzada atraversarme.

...Al final, nada de eso importa. Gaby sigue faltando, pero el hecho de que falte sólo nos dice hasta qué punto formaba parte de todo. Hasta qué punto se ha ido quedando en pequeñas cosas. Cuánto pueden despertar en mí unos ojos grandes y una tez morena, cómo puede revolverse mi estómago cuando detecto en alguien un gesto que le perteneció en otros tiempos.
Gaby falta porque estuvo, pero Gaby está aunque se haya ido. Pinche zorrita. Le daría náusea tanta cursilería. Y no me importa. La recuerdo y la llevo siempre conmigo. Cargo el hueco que me dejó, pero al mismo tiempo estoy llena de ella.
Gaby se fue pero se queda.