El gargajo denso pasando a su boca desde su garganta reflejaba la oscuridad, guardada por tantos años en el abdomen. Giró la cabeza y escupió en la banqueta. Nada; la saliva era blanca y espesa. Brillaba. La oscuridad seguía enterrada muy dentro de él. Caminó un par de cuadras más, los puños cerrados, las manos ateridas.
¿Dónde estoy? Hay algo que se burla de mí, en algún sitio. Pensaba. Como siempre, pensaba. Y pensar no le servía de un carajo.
Abrió la mano derecha tras percatarse de que algo escurría. Claro, la corcholata.
Antes de cerrarse, su mano albergó una corcholata. Ahora se había encajado, dejando las marcas de sus dientes en la piel. Lo subjetivo era ahora objetivo. El sabía que esas marcas las llevaba ya, ardiéndole en algún lado. Ahora estaban en su piel. La corcholata.
¿Qué carajos? Sólo un fragmento de metal, el sello esfacelado por el tiempo. Una pieza ridícula, nada más. Guardada por tantos años, ¿para qué? Difícil comprender que la mano sangrara ahora por aquel pedazo de basura engrandecido por el recuerdo.
Alguna vez escuchó el chiste del hombre que llevaba los bolsillos cargados de piedras. Él los tenía llenos de promesas, concentradas en esa maldita tapa circular, tan igual a cualquier otra, tan inservible como todas, que seguramente era sólo un obstáculo que lo separaba de algún elíxir bebible. Qué absurdo. La apretó de nuevo, ahora con la mano contraria. Contrajo el puño como si quisiera convertirlo en piedra. Cuando empezó a descender por la muñeca el hilacho rojo y líquido de su sangre, se detuvo. Aflojó la mano, miró la corcholata y la arrojó lejos. La vio rodar hasta perderse en la repugnante inmensidad de alguna coladera. A la mierda. Se lamió la sangre de ambas manos y volvió a escupir, tras carraspear larga y roncamente. Miró el gargajo expulsado, refulgiendo desde la acera.
Brillaba. La oscuridad debía seguir dentro de él.
Iba a poner un comentario chistosísimo, pero con eso que le arruino el blog a cierta gente, me abstendré de escribirlo.
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