Existen esos días en que los dioses (que no existen) conjuran contra ti.
Desde que tu hermano aprendió a manejar en tu carro, no para de pedírtelo para satisfacer su frenesí de choferear. Ya se le pasará, pero mientras tanto recibes tu auto como una lata vieja, vacía de gasolina. Y desde que tu novio vive al otro lado de la ciudad hay que subirse a la lata y esperar que ruede hasta allá. Y rueda. Después sales apurada porque tienes clase de francés y no puedes faltar, pero los arrumacos ya te retrasaron. Te subes al coche y te saluda amable la lucecita en forma de dispensador de gasolina. No, no significa que ganaste unos litros en la gas más cercana (imaginar el foquito parpadeando y un sonido de fondo: ¡tin tin tin tin tin!). Significa que hay que ir a ponerle, lo cual va a retrasar aun más tu travesía. Entonces decides ir a la más cercana de la lateral en Periférico, para no desviarte del camino. Te subes al auto y mientras miras nerviosa la lucecita amarilla en tu tablero, manejas. Con la mente lejos, o coloquialmente hablando, "en la pendeja". Quieres salir a la lateral cuando es debido pero te distres y no te abres lo suficiente. A punto de estrellarte con el camellón de periférico, volanteas y estás a un metro de estrellarte con un taxi. Tras el susto, intentas seguir manejando pero el taxi pone sus intermitentes y se amarra frente a ti. Perfecto. Ya puedes ver los titulares del metro "Joven estudiante de medicina asesinada por taxista psicópata". Pero el psicópata no se baja. Sólo sigue delante de ti. Con sus intermitentes. Gente loca. De otro volantazo te cambias de carril y sigues avanzando. Aceleras y lo pierdes. Con la taquicardia apenas amainando, vuelves a salir a la lateral para esperar llegar a la próxima gasolinería. Avanzas, avanzas, mientras el foquito infernal te hace guiños. Hasta que llegas. Resoplas de alivio. Para evitar que te vuelva a caer la prisa en el futuro, decides llenar el tanque. Bajas la ventana y un hombrecillo amable te pregunta cuánto. Le dices que lo llene, por favor. Claro que sí, seño. (Tsss, seño, crisis etaria, ni modo). Y luego se acerca y te dice, listo, ¿me abre su cofre? Sí, como sea. Uy seño, le falta un litro de aceite, ire. Ah, sí, bueno, luego lo lleno, tengo prisa. ¿Segura, seño? Híjole, pero lo que sí va a urgirle va a ser su cambio de anticongelante, porque el que trae ya no le funciona. ¿Cómo? Piensas. Si le acabo de poner dos botellas hace menos de dos meses. Haces cara de extrañeza. El hombre insiste: De verdad, seño, si no se le desviela el carro y pa que quiere. Mejor le hacemos el cambio de una vez. Si quiere bájese pa que vea. Te bajas de mala gana. Miras el cofre. Ire, señito. Honestamente, no ves nada. El contenedor de plástico transparente que lleva el anticongelante está casi lleno de un líquido amarillo. Huela, señito. Está descompuesto. De suerte no se le desvieló ya. La verdad, no hueles nada. Debes haber hecho una cara como de que nunca habían abierto el cofre frente a tus ojos, y que todo este tiempo pensaste que dentro de él había duendecitos parecidos a los del cereal Lucky Charms haciendo funcionar el motor, porque otros tres gandules en uniforme de PEMEX se acercaron inmediatamente. Qué pasó, mi Mau, ¿una manita? Uy... este anticongelante ya no sirve. Sí, es lo que le digo a la seño, hombre. El gandul número dos acerca su mano al depósito de anticongelante, gira la tapa negra, la retira, y el anticongelante brota a chorros. ¿Ve, señito? Le digo. Mire como sale. Desesperada porque vas a llegar muy tarde al francés, dices ¿qué chingaos? Póngale anticongelante, pues. ¿Cuánto puede costar? 50 pesos la botella. Equis. Vertiginosamente, los gandules gasolineros (gandolineros) comienzan su labor. Sacan una manguerita negra que al parecer tiene aire, aspiran, sacan un par de botellas de anticongelante... de pronto se detienen. Oiga, ¿cuándo le hicieron el servicio a su carro? Porque está rete-llenísimo de sarro, ire (te enseña un dedo con algo negruzco), con razón se le descompuso el anticongelante. Pero no se preocupe, para eso está esto. Mientras habla, saca dos botellas de plástico, de un líquido azul y las echa donde va tu anticongelante sin siquiera preguntarte tu opinión. Después, todo va muy rápido. Ves fluir una tras otra botella de anticongelante frente a tus ojos. Ves que abre un par de latas de metal mientras dice, desde el cofre: Diunavez el aceite, seño, pa que quede como de agencia. Y vacía las latas. Te quedas muda, sólo aciertas a detenerlos cuando van a proveerte también de limpiaparabrisas. Pero al parecer, ya es tarde. El primer gandolinero te acerca un cuaderno, mientras el otro rocía el interior de tu cofre con la manguerita de aire y un líquido amarillo. Listo, señorita. Son 950 pesos. (Inserte aquí sonido de disco rayado, scraaaatch) ¿Quéeee? ¿Mil varos? Sí, seño. Cinco botellas de anticongelante cuestan 250 pesos, el quitasarro 100 porque fueron dos botes, más el aceite que le pusimos de una vez otros 100 pesos, y del líquido con el que está "lubricando" su cofre son otros 80. Más 420 de gasolina, seño. 950. ¿Forma de pago? Irritada por la prisa y el contratiempo, le sueltas la tarjeta de débito, que te va a regresar casi vacía. Más allá de que te hayan cobrado esa cantidad de dinero, te sientes estúpida de haber sido engañada por tres simios. Tienes ganas de llorar del coraje. Firmas apurada y por alguna estúpida razón les das diez pesos de propina a dos de los simios. Por haberte estafado. Por haber sido más listos que tú. Regresas al periférico y sigues manejando furiosa. Son las 8.59. Tu clase empezaba a las 8.30.
Existen días en que los dioses conjuran contra ti.