Hay rutinas que jamás terminan por parecer normales.
Para él, por ejemplo, es todo un reto. Cada día como una presentación teatral, frente a cientos y cientos de personas. Cada día un público distinto. Jamás los mismos ojos observando su rostro mientras empieza su parlamento, mirando fijamente cada uno de sus movimientos. Siempre un concurso de vistazos que parecen nuevos contra indiferencias que parecen conocidas.
Hoy será lo mismo. Camina sin prisa; le espera un día largo. Se quita el sudor de la frente sacudiendo la cabeza. En éste, su lugar de trabajo, hace siempre mucho calor.
La gente pensaría que cualquiera se sube a un vagón y vende lo que tenga a la mano. No funciona así. Cada línea del metro de esta ciudad tiene su organización, sus reglas, sus jefes. Unos menos amables que otros. La chivis no es particularmente un caramelo, pero al menos le deja hacer lo suyo. Se entendieron desde la primera vez que los presentaron.
Él tenía una mochila con un par de bocinas. Lo demás era obvio, no le quedaba sino vender música pirata. Si algo le gusta a La chivis, es la piratería. Pues cómo no, si es la jefa de vendedores de la línea 3 del metro. Y le gusta el reggaeton. Un par de muestras de su selección musical para cada disco, la entrega de la mitad de sus ahorros de toda la vida en la primera entrevista (la otra mitad la iría entregando en mensualidades) y quedó aceptado en el clan. Claro que hubo otros vendedores de discos que querían echársele encima. La competencia. Pero no podían hacer nada. Las canciones que él elegía eran siempre las mejores y, además, nadie sabía perrear como él. Alguna vez quiso ser bailarín, pero bah, qué más da. Todos quisimos algo imposible. Alguna vez decidimos ser astronautas o gimnastas o aeromozos o chefs. Pero no. Lo suyo, lo suyo, es vender en el metro los mejores discos de reggaeton, mientras se menea al ritmo de Daddy Yankee. Además, La chivis está de su lado. Nadie le puede arruinar el día.
Muy bien, piensa, pues ya estoy aquí. Habrá que empezar las ventas. Entra al quinto vagón (ha calculado perfectamente que a esa hora es el más lleno), llena su pecho con aire pleno de sudor vaporizado y comienza su parlamento:
Bueeeenas tardes damas y caballeros, en esta ocasión le traiiiigo a la venta
la cooooompilación de reggaeton que gusta a chicos-y-grandes
le trae nada más y nada menos que cientocincuentaytrés éxitos en versión mp3
paaaara escuchar en el carro, la casa o la oficina
sooon los mejores éxitos de calle trece a Daddy yankee
nooo olvidemos a Don Omar, Wisin y Yandel
looos mejores reggaetoneros directo de Puerto Rico
el díiiiia de hoy llegan a usted tras un larguísimo viaje
Eeeees el reggaeton que ha vuelto locos a chicos y grandes
Lléeeeeve lléve su disco le cuesta sólo diez pesos
Dieeeeez pesos le vale, diez pesos le cuesta
Cooompre el mejor disco para bailar pegaiiiito
Más de cieeeen temas selectos pa’ empezar el perreo.
Eees la música que ha prendido a toda laaaatinoamérica
Sólo dieeez pesos le vale, dieeez pesos le cuesta.
Respira profundo y repite dos veces el discurso. Antes de dedicarse a vender, alguna vez se preguntó qué pensarían sus colegas mientras fingían la voz y recitaban de memoria alguna frase antiguamente aprendida. Él no piensa en nada. Se concentra y saca su mejor tono, quiere llamar la atención hasta de aquellos que vienen más absortos en sus pensamientos. A veces no lo logra con aquellas oraciones tan bien escogidas. Pero por eso era el favorito de la Chivis, caray. Él sí que sabe vender. Voltea a su alrededor y ve algunas manos levantadas, con un destello semi-dorado y semi-plateado entre los dedos. Diez varitos, nomás. Hasta yo me compraría. Pero aún no han visto nada. Se percata de que muchos pasajeros lo ignoran. Es normal, nunca se puede ser el centro de atención. Pero hay que intentarlo.
Entonces recurre a su arma secreta: El perreo.
Presiona el botón de play en su mochila-grabadora y sube el volumen. Inmediatamente un escalofrío musical le recorre de la nuca a los talones. Coloca sus manos frente a su pecho, cierra los puños y comienza a mover el torso en espasmos hacia delante y hacia atrás, manteniendo los brazos bien rectos: El perreo. Adereza con un par de movimientos pélvicos (siempre saca un par de sonrisas a una que otra señorita) y da un giro brusco pero sensual. Sí, el perreo. Se escuchan algunos aplausos y se guarda un par de miradas más en la mochila-grabadora.
Una vez hecho su número artístico, vuelve a sacudirse el sudor de la frente (ante las caras azoradas de algunos y la habitual indiferencia de otros) y sonríe. Baja el volumen y, mientras suena de fondo Atrévete, de Calle 13, regresa a la segunda parte de su monólogo:
Aaaaasí es señoras y señores
Éeeeste es el disco que los hará campeones del perreo
Naaaadie se resiste ante un reggaeton bien bailadooo
Lleeeeeve, lleeeeve su disco de éxitos por sólo diez pesos
Dieeez pesos le vale, diez pesos le cuesta
Conquiiiiiste a hombres y mujeres por sólo diez pesos.
Lleeeve, llleve su disco de lo mejor del reggaeton.
Inmediatamente se levantan otras manos, antes tímidas. Reparte discos y sonrisas mientras se acerca a la salida del vagón. Las reglas son claras; una estación por venta, nada más.
Cuenta las monedas que lleva en la mano derecha: -Sesenta varitos en cuatro minutos. Soy una máquina-, se dice.
-El mejor vendedor. Por eso me quiere La Chivis. Si sigo así, en unos diez años acabo de pagarle mi deuda nomás con la comisión. Daddy Yankee estaría orgulloso-.
Mete el dinero en la bolsa de su pantalón, se estira y continúa caminando. Le quedan cinco minutos antes de subirse al siguiente vagón.
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**Relato parte del proyecto "Siguiente estación", coordinado por @seacaboeljabón.
Paradas previas:
"Alfiles cobardes" de @ProfeTriste
"La banca de la estación en la que nadie, nunca se sentaba" de @aleida_belem.