El largo camino lo tenía exhausto. Ya no sabía si existía el sendero o era él quien lo estaba inventando, con sus pasos aleatorios y desesperados.
Tal vez fue por eso que, cuando por fin encontró aquella enorme y fría mansión, tras haberse dedicado a su búsqueda intransigible, resolvió que dejaría todo y entraría en ella.
Era definitivo.
Se despediría de sus amores, de su familia, de su pasado. En su vida ya no había lugar para amigos ni enemigos. No cabía en él ni un recuerdo, ni una frase. No tenía nombre ni país. Se olvidaría del lugar donde venía. Él no existía ya más que para vivir en aquella casa.
Resuelto, respiró. Había andado mucho para llegar a donde estaba ahora. Puso un pie dentro y cerró la puerta.
Dejó todo atrás con ese portazo, borró toda estela. Renació en ese momento, única y específicamente para vivir en esa monstruosa casa inhóspita que es la fama. Para caminar a sus anchas en sus salones, para escribirse una y otra vez en sus muros, para recorrer glorioso sus pasillos.
Se tatuó en cada estancia, se bordó interminablemente en los retratos, se fotografió desnudo en sus recámaras, se devoró lentamente en aquellos comedores.
Jamás salió de allí. Murió solo, vacío de tanta falsa gloria, mirándose en el cruel espejo de la mentira.
Bravo texto. Bravo, guapa.
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