jueves, agosto 09, 2012

Listas, parte IV: Última foto tomada.




Escuela rural de El Chapaneal, en Texcaltitlán, estado de México. Julio de 2012

El Chapaneal es una comunidad de 641 habitantes y está a 2,400 metros sobre el nivel del mar. Su camino principal, el único pavimentado, lo conecta con la cabecera municipal de Texcaltitlán, que lleva el mismo nombre que el municipio. Este mismo camino bordea la primaria rural, la telesecundaria y el campo de fútbol, que se extiende bajo uno de los montes. Al final del camino, la Iglesia adorna el límite superior del pueblo.
Texcaltitlán es uno de los 16 municipios más pobres del estado de México. Los paisajes montañosos que lo abarcan y que encierran algunas pequeñas comunidades marginadas, son un deleite para quien los visita. Recorriendo las carreteras sinuosas que comunican las comunidades entre sí, se respira un aire enrarecido, puro, distinto; el aire del campo mexicano. Nuestro país es un mundo; posee la enorme riqueza de las diversísimas comunidades que lo habitan, de los muchísimos paisajes que lo decoran. ¿Cuántos de sus caminos ni recorreremos jamás? ¿Cuántos de sus pueblos no cabrán jamás siquiera en nuestra imaginación? ¿Cuántas caras campesinas, curtidas y sonrientes, no habremos de encontrar nunca frente a frente? Estas montañas, este cielo, estos caminos, no son sino una invitación a seguir conociendo el campo mexicano y sus habitantes, niños, adultos y ancianos. Hombres y mujeres cuya riqueza es su tierra; cuya compañía, su familia y sus animales; cuyo privilegio, salir cada día y mirar los enormes montes verdes que se despliegan frente a sus ojos, cubiertos de un cielo despejado; su condena, la marginación, la pobreza, la falta de drenaje, de gas, de agua potable, de educación, de campañas sanitarias. Mirando lo que intenté fallidamente capturar en esta fotografía, recordé que hay muchas maneras de vivir, que cada persona es un mundo, cada rincón un universo, y nuestro país esta lleno de ellos. Si no los vemos es porque no los hemos buscado, si no los encontramos es porque no hemos abierto bien los ojos.
Allá afuera, en El Chapaneal, los niños de la comunidad juegan fútbol a campo abierto, mientras sus padres llevan a sus chivos a pastar a los montes circundantes o caminan kilómetros para ir por agua potable, cortan la maleza que ataca sus cosechas con el machete o alimentan a sus gallinas. A veces se nos olvida, pero hemos de recordárnoslo día a día. Nuestra realidad inmediata no es la única. El mundo vibra a muy distintas frecuencias. Basta con tratar de percibirlo.

Listas, parte III. Canción más escuchada en los útimos meses/ It’s a Pity, por Tanya Stephens.



(Póngale play, hombre). 
Al cruzar el umbral, aparece un bar oscuro, dentro de una construcción con paredes de cemento recubiertas por algunos palos de yuca. Las luces distan de mostrar el interior, más bien parecieran esconderlo. Una luz rojiza del lado derecho, otra verduzca del lado izquierdo. Un pequeño escenario, elevado tan sólo unos cinco centímetros del suelo donde, a pocos metros, diversas parejas bailan, pegadas unas a otras, entre algunos solitarios que mueven la cabeza despacio, poquísimos centímetros de balanceo de un lado a otro y hacia adelante. El techo de palma y madera se hace imperceptible tras la gruesa capa de humo que flota arriba de las cabezas de los presentes.  El aire vibra, palpita rítmicamente, ondula al tiempo que suenan los metales y se contrae de pronto, cuando la voz  aparece, ronca, atraviesa el micrófono y espeta por las bocinas, en un inglés con tintes de criollo jamaicano: “I say if we never… get a chance to be together… go with Jah, Tanya love ya”. Inmediatamente, el bar se transforma en una coreografía espontánea, de hombre-mujer, individual o colectiva. Esa secuencia de sonido-silencio, plácida y tan típica del reggae, llevándolos de un lado a otro, disfrazada tras esa voz que sigue contonéandose, que invita a hacer lo mismo. A bailar con ella,  separando las caderas del torso. Curva-corte, curva-corte y vuelve a empezar, unos cerca de los otros, doblando y estirando las piernas cuyas figuras se entrecruzan a nivel de la rodilla,  los hombros como poseídos por el vaivén que impone la música, los cuerpos separándose y juntándose y vuelta a empezar, dibujando semicírculos. Los meseros del bar se abren paso entre las parejas que ocupan la pista central hacia las oscuras sillas y mesas periféricas, desde donde algunos clientes observan el movimiento conjunto de la pista, del escenario, de los músicos, de las duplas que se congregan y de esos otros hombres solos que menean, abstraídos, la cabeza adornada con largas rastas que apuntan inclementes al suelo. 
Hay algo que electrifica el ambiente; parece provenir de esa zona donde casi no pega la luz y donde los rostros se confunden unos con otros.
En la penumbra, uno de los meseros se aproxima a la mesa más escondida, cercana al pequeño patio trasero donde algunos fuman frente a un letrero que tacha con un círculo rojo partido por la mitad una hoja de marihuana, quien sabe si en son de sarcasmo o de plegaria desesperada. Desde la altura, humeante y lóbrega, el mesero adivina desganado que la mujer que le habla en voz baja y sin mirarlo, con los ojos fijos en la pista, se conformará con la cerveza más barata. Se encoge de hombros y camina lentamente hacia la barra entre la gente ensimismada que atiborra el pequeño bar.
La mujer de la mesa sigue mirando la pista, cierto movimiento de sus ojos la delata al alterar la forma en que el iris negro ocupa el centro del globo ocular, más pálido; sus ojos también están bailando, aunque discretos, imitando algún meneo distante. Los latidos desbocados en su pecho le hacen creer que, al final del humo, hay otros ojos oscuros que la miran fijamente de regreso, las pupilas como dos rizos, bamboléandose como si gritaran algún secreto. Ella puede sentir un hilo delgado pero tenso que emerge de esas pupilas, atraviesa las luces rojas y verdes y le aprieta la garganta. La canción sigue seduciendo, en la pista, a todos aquellos que rodean al hombre de las pupilas refulgentes y a pesar de que el resto se mece, para ella es borroso ya, todo se difumina menos aquel vistazo largo que arde hacia ella, que la invita a ponerse de pie y acercarse. O tal vez eso es sólo lo que ella quiere creer. 
El mesero le trae una lata con un líquido semi-frío, que ella apenas recibe. Se lo lleva a los labios, sin desviar la dirección de sus ojos, mientras intenta fijar en su retina la imagen de dos cuerpos que son sólo uno, asumiendo que eso la acoplará a la idea de un todo que no puede separarse. El instinto, sin embargo, le exige otra cosa. El deseo le pide que se levante y deje su cerveza barata y camine y se deje llevar por la música, en algún descuido ese deseo es mutuo y el suelo se abre entre los dos, y se lleva todo lo demás. Entonces la voz de la mujer que imita a Tanya Stephens desde el raído escenario con una perfección casi espeluznante le canta, oportuna, al oído: “I say it is a Pity… you already have yuh wife, and me have a one man inna me life, rude bwoy it is a pity…”
Interrumpida por la música, ella desvía la mirada por fin, mientras los cuerpos siguen entrelazados y se funden en el ritmo lento y exquisito de la música. Se da cuenta; ella sigue sentada en la mesa más apartada y suerbe de nuevo su cerveza tibia y desabrida, contemplando mientras la canción termina aquel punto exacto donde se une la luz roja con la verde y forman un triángulo extraño de un color pasmoso, difícil de describir.