jueves, agosto 09, 2012

Listas, parte III. Canción más escuchada en los útimos meses/ It’s a Pity, por Tanya Stephens.



(Póngale play, hombre). 
Al cruzar el umbral, aparece un bar oscuro, dentro de una construcción con paredes de cemento recubiertas por algunos palos de yuca. Las luces distan de mostrar el interior, más bien parecieran esconderlo. Una luz rojiza del lado derecho, otra verduzca del lado izquierdo. Un pequeño escenario, elevado tan sólo unos cinco centímetros del suelo donde, a pocos metros, diversas parejas bailan, pegadas unas a otras, entre algunos solitarios que mueven la cabeza despacio, poquísimos centímetros de balanceo de un lado a otro y hacia adelante. El techo de palma y madera se hace imperceptible tras la gruesa capa de humo que flota arriba de las cabezas de los presentes.  El aire vibra, palpita rítmicamente, ondula al tiempo que suenan los metales y se contrae de pronto, cuando la voz  aparece, ronca, atraviesa el micrófono y espeta por las bocinas, en un inglés con tintes de criollo jamaicano: “I say if we never… get a chance to be together… go with Jah, Tanya love ya”. Inmediatamente, el bar se transforma en una coreografía espontánea, de hombre-mujer, individual o colectiva. Esa secuencia de sonido-silencio, plácida y tan típica del reggae, llevándolos de un lado a otro, disfrazada tras esa voz que sigue contonéandose, que invita a hacer lo mismo. A bailar con ella,  separando las caderas del torso. Curva-corte, curva-corte y vuelve a empezar, unos cerca de los otros, doblando y estirando las piernas cuyas figuras se entrecruzan a nivel de la rodilla,  los hombros como poseídos por el vaivén que impone la música, los cuerpos separándose y juntándose y vuelta a empezar, dibujando semicírculos. Los meseros del bar se abren paso entre las parejas que ocupan la pista central hacia las oscuras sillas y mesas periféricas, desde donde algunos clientes observan el movimiento conjunto de la pista, del escenario, de los músicos, de las duplas que se congregan y de esos otros hombres solos que menean, abstraídos, la cabeza adornada con largas rastas que apuntan inclementes al suelo. 
Hay algo que electrifica el ambiente; parece provenir de esa zona donde casi no pega la luz y donde los rostros se confunden unos con otros.
En la penumbra, uno de los meseros se aproxima a la mesa más escondida, cercana al pequeño patio trasero donde algunos fuman frente a un letrero que tacha con un círculo rojo partido por la mitad una hoja de marihuana, quien sabe si en son de sarcasmo o de plegaria desesperada. Desde la altura, humeante y lóbrega, el mesero adivina desganado que la mujer que le habla en voz baja y sin mirarlo, con los ojos fijos en la pista, se conformará con la cerveza más barata. Se encoge de hombros y camina lentamente hacia la barra entre la gente ensimismada que atiborra el pequeño bar.
La mujer de la mesa sigue mirando la pista, cierto movimiento de sus ojos la delata al alterar la forma en que el iris negro ocupa el centro del globo ocular, más pálido; sus ojos también están bailando, aunque discretos, imitando algún meneo distante. Los latidos desbocados en su pecho le hacen creer que, al final del humo, hay otros ojos oscuros que la miran fijamente de regreso, las pupilas como dos rizos, bamboléandose como si gritaran algún secreto. Ella puede sentir un hilo delgado pero tenso que emerge de esas pupilas, atraviesa las luces rojas y verdes y le aprieta la garganta. La canción sigue seduciendo, en la pista, a todos aquellos que rodean al hombre de las pupilas refulgentes y a pesar de que el resto se mece, para ella es borroso ya, todo se difumina menos aquel vistazo largo que arde hacia ella, que la invita a ponerse de pie y acercarse. O tal vez eso es sólo lo que ella quiere creer. 
El mesero le trae una lata con un líquido semi-frío, que ella apenas recibe. Se lo lleva a los labios, sin desviar la dirección de sus ojos, mientras intenta fijar en su retina la imagen de dos cuerpos que son sólo uno, asumiendo que eso la acoplará a la idea de un todo que no puede separarse. El instinto, sin embargo, le exige otra cosa. El deseo le pide que se levante y deje su cerveza barata y camine y se deje llevar por la música, en algún descuido ese deseo es mutuo y el suelo se abre entre los dos, y se lleva todo lo demás. Entonces la voz de la mujer que imita a Tanya Stephens desde el raído escenario con una perfección casi espeluznante le canta, oportuna, al oído: “I say it is a Pity… you already have yuh wife, and me have a one man inna me life, rude bwoy it is a pity…”
Interrumpida por la música, ella desvía la mirada por fin, mientras los cuerpos siguen entrelazados y se funden en el ritmo lento y exquisito de la música. Se da cuenta; ella sigue sentada en la mesa más apartada y suerbe de nuevo su cerveza tibia y desabrida, contemplando mientras la canción termina aquel punto exacto donde se une la luz roja con la verde y forman un triángulo extraño de un color pasmoso, difícil de describir.             

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